Hannah Arendt, en La condición humana, dio a entender que la política pierde todo el sentido cuando se la desposee de la valentía. Aprovechando la controversia servida por la ministra Celaá, es un buen momento para hacer honor a tal principio y escribir unas líneas al respecto de el modelo educativo español, tema que apenas levanta pasiones.
El nacimiento de los modelos educativos los vemos ligados al desarrollo, durante los siglos XIX y XX, de la industria. La escuela comienza a ser concebida como un componente más del esquema productivo de un país: los jóvenes eran formados para engrosar en las filas de ciudadanos productivos. Aún hoy, tras haberse sofisticado muchísimo el sistema formativo, la Educación sigue ligada a la economía. Formamos para conseguir trabajos o para crear empresas, educamos para que las nuevas generaciones -entre otras muchas cosas, obviamente- se enfrenten mejor al mercado y tiene todo el sentido que lo hagamos así.
Sin embargo, llama un poco la atención que, en un entorno económico (por fortuna) cada vez más liberalizado y complejo sigamos lidiando con modelos educativos centralizados. No planificamos el mercado, ¿por qué hacerlo con la Educación? ¿Por qué osificar un sistema en esencia relacionado con un medio cambiante y dinámico?
Los expertos nos dan algunas respuestas que nos pueden ayudar. Eminentes entendidos en Desarrollo Económico parecen coincidir en que la Educación funciona mejor cuando recibe inversión pública. El apoyo estatal permite cimentar sistemas que garanticen la igualdad de oportunidades: caída la barrera económica, el acceso a programas formativos puede venir determinada por otras habilidades del alumno (mérito, carácter, habilidad, interés, capacidad, etc.).
Ahora bien, que el Estado invierta en Educación no significa que ésta deba ser pública. Algunos expertos apuntan que el siguiente estadio evolutivo del sistema educativo español es la descentralización en detrimento de las Comunidades Autónomas y en favor de los municipios. Incluso, se ha llegado a afirmar que cada centro debería poder diseñar su propio programa.
Llevemos este predicado a su última consecuencia: ¿por qué no liberalizar la Educación? Si hacemos de cada centro educativo su propio dueño en el diseño e implementación de sus programas podemos conseguir interesantes resultados o, cuando menos, liberarnos de las engorrosas cargas que nuestro actual modelo adolece.
El punto de enlace entre el Estado y el modelo educativo lo encontraríamos, por un lado, en un instituto sobre el que se ha escrito mucho: el cheque escolar. Este instrumento que parece estar dando buenos resultados en Suecia y en Irlanda (soy consciente que las comparaciones las carga el Diablo) consiste en entregar a las familias bonos o sumas de dinero para costear la inversión educativa.
El punto de enlace del sistema educativo con el resto de la sociedad, por otro lado, sería la propia sociedad. Los centros podrían adaptar sus estudios con mayor flexibilidad, no condicionados por el partido gobernante de turno, sino por sus propios criterios, que se verían refrendados por los agentes sociales (desde los clientes-estudiantes hasta agencias de calificación). En pocas palabras, sería someter la educación preuniversitaria al régimen del mercado, pero supliendo sus deficiencias: consumidores libres eligiendo el planteamiento educativo más útil para sus intereses (intereses de naturaleza moral, geográfica, laboral, etc.). Incluso, sería una forma de otorgar más relevancia a las asociaciones de padres y al profesorado, ya que podría promoverse una relación directa entre alumnos-padres-escuela.
En conclusión, la reforma educativa no debería pasar por pactos de Estado que solidifiquen los errores ya conocidos, ni por la inclusión en el ya abarrotado currículum escolar de asignaturas nacidas de ocurrencias políticas. Debemos entender la Educación en su contexto y en su utilidad pública, pero también recordar a quién va destinada. Sed vim promovet insitam sólo si le dejamos.